I
La luz lo despertó de repente…
bajó del bus y se internó somnoliento en la Terminal de Transportes, cruzó
rápido hasta la puerta principal. Hacía frío, sacó de la mochila el saco negro
que ella le tejió, tomó el primer taxi de la fila y se enrumbó a su casa.
Pensó en ella, se la imaginó allá
en el cuarto “cuartito azul…” tarareo un momento; las luces de
la ciudad lo alegraron y al mismo tiempo se sintió nostálgico, tal vez
melancólico, se mezclaron en su mente aquellos acontecimientos trágicos de los
últimos días.
Esa había sido su primera misión
importante, la primera vez que salía tan lejos a un operativo, pero también fue
la primera vez que alguien se moría en sus brazos. Recordó el olor ferroso de
la sangre, el corazón excitado, las manos sudorosas, el tiempo eterno del adiós
de un Compita.
El taxi llegó más rápido de lo
esperado, se estacionó justo frente a la dirección que había dado, él bajó,
pagó y encendió un cigarrillo, se escalofrió… tomó otra bocanada de humo y
esperó pacientemente a que el auto desapareciera en la esquina. Acomodó su
mochila y comenzó a caminar, a caminar a su casa, la casa de los dos, su
primera casa, aquella que pensó no volver a ver y la misma que extrañó como
nunca la noche que perdió la esperanza de regresar de nuevo.
II
Parecía que hubieran pasado años,
pero pensó también que solo fueron unos cuantos días, unas pocas horas y un
montón de minutos; por lo menos estaba vivo y tenía el resto de su existencia
para recuperar el tiempo perdido… Encendió otro cigarrillo y sintió sus manos
heladas, no sabía si era el frió o los nervios. El corazón latía con fuerza y
sintió ese vacío en el estómago, ese vacío que sintió la primera vez que llegó
tarde a la casa de sus padres, ese vacío que sintió la primera vez que lo miró
a los ojos y le dio un beso, ese vacío que sintió cuando le dieron la orden de
salir con ese grupo hace 15 días, el mismo vacío que se siente cuando te
enfrentas a lo desconocido.
Levantó la mirada y reconoció la
fachada de su casa, una sonrisa se dibujó en su rostro, apretó el llavero entre
el bolsillo de su pantalón y sintió que coronaba… Acomodó su mochila,
tomó aire y aceleró el paso, el celador lo saludó con una sonrisa un tanto
burlona y él solo asintió con la cabeza.
Otra vez frente a esa puerta
(pensó y tomó aire, fuerte y pausadamente). No quiso hacer ruido, abrió con
paciencia y cerró con toda la delicadeza, no quería despertarla; quería llegar
hasta su cuarto y mirarla dormida, darse el tiempo necesario para saborear con
la mirada ese espectáculo, verla así placida, serena, hermosa como era, dulce,
tierna… Cuantas veces se quedó despierto, tendido a su lado velando su sueño,
cuantas veces lloró en silencio pensando en lo feliz que era a su lado, cuantos
amaneceres lo pillaron recorriendo su rostro placido, mientras él se extasiaba
con su calida presencia.
Subió las escaleras una a una,
sin hacer ruido alguno, la luz de la calle entraba por las ventanas y sitió el
calor del hogar, ese ambiente tibio y placentero y se sintió feliz… Abrió por
fin la puerta del cuarto y no supo, no alcanzó a entender la escena que se
presentó ante sus ojos. Ella estaba allí dormida, tranquila, serena… Abrazando
otro cuerpo.
Encendió la luz y ellos
despertaron de repente y como en un pasaje bíblico, se sintieron desnudos. Solo
se miraron un momento y el silencio lo cubrió todo; solo y en silencio abandonó
la casa, embriagado de rabia y de dolor. Una y otra vez pasó por su memoria
aquella escena y sobre todo el brillo de ironía en los ojos del celador.
Sintió que definitivamente quien
debió morir en el operativo era él y no su amigo.
III
La tarde estaba fría, pero de
todas formas “el asado” debía comenzar, sacó de su mochila con
cuidado de no estropear su contenido, una camiseta negra, la cual usó como
pasamontañas. La sangre le hervía y el estruendo de los petos aceleraba aún más
el pulso de su cuerpo. Los gritos, las consignas, las piedras; habían logrado
ganar un buen tramo de la avenida y él avanzó con decisión hacia la tropa. Un
compa le dijo que regrese, él ni siquiera la escuchó mientras gritaba, mientras
pensaba sin pensar, que ya estaba muerto, que nada ni nadie podía hacerle daño alguno.
Fueron solo unos pasos, sacó de
su mochila una granada a la que le había pintado un corazón, le arrancó el
seguro y se abrazó al primer agente que alcanzó… Antes de volar en átomos
brindó por ella y recordó el brillo de sus ojos el día en que le dio el primer
beso.