30/9/13

LUNES DE MADRUGADA

            I
La luz lo despertó de repente… bajó del bus y se internó somnoliento en la Terminal de Transportes, cruzó rápido hasta la puerta principal. Hacía frío, sacó de la mochila el saco negro que ella le tejió, tomó el primer taxi de la fila y se enrumbó a su casa.

Pensó en ella, se la imaginó allá en el cuarto “cuartito azul…”  tarareo un momento; las luces de la ciudad lo alegraron y al mismo tiempo se sintió nostálgico, tal vez melancólico, se mezclaron en su mente aquellos acontecimientos trágicos de los últimos días.

Esa había sido su primera misión importante, la primera vez que salía tan lejos a un operativo, pero también fue la primera vez que alguien se moría en sus brazos. Recordó el olor ferroso de la sangre, el corazón excitado, las manos sudorosas, el tiempo eterno del adiós de un Compita.  

El taxi llegó más rápido de lo esperado, se estacionó justo frente a la dirección que había dado, él bajó, pagó y encendió un cigarrillo, se escalofrió… tomó otra bocanada de humo y esperó pacientemente a que el auto desapareciera en la esquina. Acomodó su mochila y comenzó a caminar, a caminar a su casa, la casa de los dos, su primera casa, aquella que pensó no volver a ver y la misma que extrañó como nunca la noche que perdió la esperanza de regresar de nuevo.

II

Parecía que hubieran pasado años, pero pensó también que solo fueron unos cuantos días, unas pocas horas y un montón de minutos; por lo menos estaba vivo y tenía el resto de su existencia para recuperar el tiempo perdido… Encendió otro cigarrillo y sintió sus manos heladas, no sabía si era el frió o los nervios. El corazón latía con fuerza y sintió ese vacío en el estómago, ese vacío que sintió la primera vez que llegó tarde a la casa de sus padres, ese vacío que sintió la primera vez que lo miró a los ojos y le dio un beso, ese vacío que sintió cuando le dieron la orden de salir con ese grupo hace 15 días, el mismo vacío que se siente cuando te enfrentas a lo desconocido.

Levantó la mirada y reconoció la fachada de su casa, una sonrisa se dibujó en su rostro, apretó el llavero entre el bolsillo de su pantalón y sintió que coronaba… Acomodó su mochila, tomó aire y aceleró el paso, el celador lo saludó con una sonrisa un tanto burlona y él solo asintió con la cabeza.

Otra vez frente a esa puerta (pensó y tomó aire, fuerte y pausadamente). No quiso hacer ruido, abrió con paciencia y cerró con toda la delicadeza, no quería despertarla; quería llegar hasta su cuarto y mirarla dormida, darse el tiempo necesario para saborear con la mirada ese espectáculo, verla así placida, serena, hermosa como era, dulce, tierna… Cuantas veces se quedó despierto, tendido a su lado velando su sueño, cuantas veces lloró en silencio pensando en lo feliz que era a su lado, cuantos amaneceres lo pillaron recorriendo su rostro placido, mientras él se extasiaba con su calida presencia.

Subió las escaleras una a una, sin hacer ruido alguno, la luz de la calle entraba por las ventanas y sitió el calor del hogar, ese ambiente tibio y placentero y se sintió feliz… Abrió por fin la puerta del cuarto y no supo, no alcanzó a entender la escena que se presentó ante sus ojos. Ella estaba allí dormida, tranquila, serena… Abrazando otro cuerpo.

Encendió la luz y ellos despertaron de repente y como en un pasaje bíblico, se sintieron desnudos. Solo se miraron un momento y el silencio lo cubrió todo; solo y en silencio abandonó la casa, embriagado de rabia y de dolor. Una y otra vez pasó por su memoria aquella escena y sobre todo el brillo de ironía en los ojos del celador.

Sintió que definitivamente quien debió morir en el operativo era él y no su amigo.


III

La tarde estaba fría, pero de todas formas “el asado” debía comenzar, sacó de su mochila con cuidado de no estropear su contenido, una camiseta negra, la cual usó como pasamontañas. La sangre le hervía y el estruendo de los petos aceleraba aún más el pulso de su cuerpo. Los gritos, las consignas, las piedras; habían logrado ganar un buen tramo de la avenida y él avanzó con decisión hacia la tropa. Un compa le dijo que regrese, él ni siquiera la escuchó mientras gritaba, mientras pensaba sin pensar, que ya estaba muerto, que nada ni nadie podía hacerle daño alguno.

Fueron solo unos pasos, sacó de su mochila una granada a la que le había pintado un corazón, le arrancó el seguro y se abrazó al primer agente que alcanzó… Antes de volar en átomos brindó por ella y recordó el brillo de sus ojos el día en que le dio el primer beso. 


Oración por la paz Por: Jorge Eliecer Gaitán Ayala


Señor Presidente Mariano Ospina Pérez:
Bajo el peso de una honda emoción me dirijo a vuestra Excelencia, interpretando el querer y la voluntad de esta inmensa multitud que esconde su ardiente corazón, lacerado por tanta injusticia, bajo un silencio clamoroso, para pedir que haya paz y piedad para la patria.
En todo el día de hoy, Excelentísimo señor, la capital de Colombia ha presenciado un espectáculo que no tiene precedentes en su historia. Gentes que vinieron de todo el país, de todas las latitudes —de los llanos ardientes y de las frías altiplanicies— han llegado a congregarse en esta plaza, cuna de nuestras libertades, para expresar la irrevocable decisión de defender sus derechos. Dos horas hace que la inmensa multitud desemboca en esta plaza y no se ha escuchado sin embargo un solo grito, porque en el fondo de los corazones sólo se escucha el golpe de la emoción. Durante las grandes tempestades la fuerza subterránea es mucho más poderosa, y esta tiene el poder de imponer la paz cuando quienes están obligados a imponerla no la imponen.
Señor Presidente: Aquí no se oyen aplausos: ¡Solo se ven banderas negras que se agitan!
Señor Presidente: Vos que sois un hombre de universidad debéis comprender de lo que es capaz la disciplina de un partido, que logra contrariar las leyes de la psicología colectiva para recatar la emoción en un silencio, como el de esta inmensa muchedumbre. Bien comprendéis que un partido que logra esto, muy fácilmente podría reaccionar bajo el estímulo de la legítima defensa.
Ninguna colectividad en el mundo ha dado una demostración superior a la presente. Pero si esta manifestación sucede, es porque hay algo grave, y no por triviales razones. Hay un partido de orden capaz de realizar este acto para evitar que la sangre siga derramándose y para que las leyes se cumplan, porque ellas son la expresión de la conciencia general. No me he engañado cuando he dicho que creo en la conciencia del pueblo, porque ese concepto ha sido ratificado ampliamente en esta demostración, donde los vítores y los aplausos desaparecen para que solo se escuche el rumor emocionado de los millares de banderas negras, que aquí se han traído para recordar a nuestros hombres villanamente asesinados.
Señor Presidente: Serenamente, tranquilamente, con la emoción que atraviesa el espíritu de los ciudadanos que llenan esta plaza, os pedimos que ejerzáis vuestro mandato, el mismo que os ha dado el pueblo, para devolver al país la tranquilidad pública. ¡Todo depende ahora de vos! Quienes anegan en sangre el territorio de la patria, cesarían en su ciega perfidia. Esos espíritus de mala intención callarían al simple imperio de vuestra voluntad.
Amamos hondamente a esta nación y no queremos que nuestra barca victoriosa tenga que navegar sobre ríos de sangre hacia el puerto de su destino inexorable.
Señor Presidente: En esta ocasión no os reclamamos tesis económicas o políticas. Apenas os pedimos que nuestra patria no transite por caminos que nos avergüencen ante propios y extraños. ¡Os pedimos hechos de paz y de civilización!
Nosotros, señor Presidente, no somos cobardes. Somos descendientes de los bravos que aniquilaron las tiranías en este suelo sagrado. ¡Somos capaces de sacrificar nuestras vidas para salvar la paz y la libertad de Colombia!
Impedid, señor, la violencia. Queremos la defensa de la vida humana, que es lo que puede pedir un pueblo. En vez de esta fuerza ciega desatada, debemos aprovechar la capacidad de trabajo del pueblo para beneficio del progreso de Colombia.
Señor Presidente: Nuestra bandera está enlutada y esta silenciosa muchedumbre y este grito mudo de nuestros corazones solo os reclama: ¡que nos tratéis a nosotros, a nuestras madres, a nuestras esposas, a nuestros hijos y a nuestros bienes, como queráis que os traten a vos, a vuestra madre, a vuestra esposa, a vuestros hijos y a vuestros bienes!
Os decimos finalmente, Excelentísimo señor: Bienaventurados los que entienden que las palabras de concordia y de paz no deben servir para ocultar sentimientos de rencor y exterminio. ¡Malaventurados los que en el gobierno ocultan tras la bondad de las palabras la impiedad para los hombres de su pueblo, porque ellos serán señalados con el dedo de la ignominia en las páginas de la historia!
Jorge Eliécer Gaitán 7 de febrero de 1948 en la Manifestación del Silencio en la plaza Bolívar de Bogotá